martes, 20 de enero de 2009

Umberto Eco: El nombre de la rosa



Umberto Eco: El nombre de la rosa

Umberto Eco

Umberto Eco nació en Alessandria (Piamonte) en 1932. También es del Piamonte Baudolino, el inolvidable protagonista de una de sus novelas. Eco es el inventor de la de semiótica, disciplina teórica dedicada al estudio del lenguaje, y es catedrático de lo mismo en la Universidad de Bolonia desde 1971. Como filósofo tuvo un gran éxito en los años sesenta con sus libros Obra abierta (1962) y Apocalípticos e integrados (1965). En ellos defiende como característica fundamental de la obra de arte el que pueda ser objeto de múltiples interpretaciones. Así, por ejemplo, el personaje del Quijote. A continuación sistematizó sus estudios sobre el lenguaje en títulos como Tratado de semiótica general (1975). La fama le sorprende de un modo inesperado a través de su primera novela: El nombre de la rosa (1980), una excelente introducción al pensamiento medieval. Recibió el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en el año 2000.

Umberto Eco es un magnífico divulgador. De un modo inexplicable y milagroso es capaz de dar vida a temas y libros que parecían pudrirse para siempre en las bibliotecas.

Cuestionario para Filosofía II

1. ¿Cuál es para Guillermo el conocimiento pleno: los universales o las cosas singulares? Justifica tu respuesta y relaciónala con la teoría del conocimiento de Aristóteles y Platón.
2. ¿Cuál es la opinión de Bacon acerca de la ciencia y la tecnología?
3. Explica el principio conocido como "navaja de Occam"
4. ¿Qué relación debe existir entre la Iglesia y el Estado según Guillermo?
5. ¿Por qué le dice Guillermo a Jorge que es el diablo?
6. ¿Cuál es el origen de las herejías según Guillermo?
7. ¿Por qué quiere Jorge destruir el libro sobre la risa?
8. ¿Cuál es la principal diferencia entre las órdenes de franciscanos y benedictinos? ¿Se sigue dando esta división en la Iglesia actual?
9. Explica los distintos tipos de Amor que describe Adso. Relaciona tu respuesta con la filosofía de Platón en el Banquete.
10. Comenta el texto:


"— Todo lo que puede hacer un hombre, que no es mucho. Es difícil aceptar la idea de que no puede existir un orden en el universo, porque ofendería la libre voluntad de Dios y su omnipotencia. Así, la libertad de Dios es nuestra condena, o al menos la condena de nuestra soberbia.

Por primera y última vez en mi vida me atreví a extraer una conclusión teológica:

—¿Pero cómo puede existir un ser necesario totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta omnipotencia de Dios y su absoluta disponibilidad respecto de sus propias opciones, ¿no equivale a demostrar que Dios no existe?"


Puedes rastrear las respuestas al cuestionario en los siguientes textos:

Umberto Eco: El nombre de la rosa. Pochtar, R. (trad.) Barcelona: RBA Editores, 1992.


1. La lectura: verdad e interpretación
2. La ciencia y la técnica. Occam y Bacon.
3. Las Ideas (universales) y las cosas individuales (singulares)
4. Occam: causalidad, navaja de Occam e Iglesia-Estado
5. Lo feo y la risa en el arte como un camino hacia Dios.
6. Aristóteles: Poética
7. Herejías: ricos y pobres, poderosos y débiles.
8. Benedictinos (riqueza) contra franciscanos (pobreza). Platón.
9. Judíos
10. El Amor
11. El orden del mundo. La existencia de Dios
12. El mal



1. La lectura: verdad e interpretación

a) "Signos de signos".

Ya al final de mi vida de pecador, mientras, canoso y decrépito como el mundo, espero el momento de perderme en el abismo sin fondo de la divinidad desierta y silenciosa, participando así de la luz inefable de las inteligencias angélicas, en esta celda del querido monasterio de Melk, donde aún me retiene mi cuerpo pesado y enfermo, me dispongo a dejar constancia sobre este pergamino de los hechos asombrosos y terribles que me fue dado presenciar en mi juventud, repitiendo verbatim cuanto vi y oí, y sin aventurar interpretación alguna, para dejar, en cierto modo, a los que vengan después (si es que antes no llega el Anticristo) signos de signos, sobre los que pueda ejercerse la plegaria del desciframiento.

(p. 11)

b) Leer es analizar e interpretar

— Pero entonces, ¿cómo podemos confiar en el saber antiguo, cuyas huellas siempre estáis buscando, si nos llega a través de unos libros mentirosos que lo han interpretado con tanta libertad?

— Los libros no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos. Cuando cogemos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir, como vieron muy bien los viejos comentadores de las escrituras. Tal como lo describen estos libros, el unicornio contiene una verdad moral, alegórica o anagógica, que sigue siendo verdadera, como lo sigue siendo la idea de que la castidad es una noble virtud. Pero en cuanto a la verdad literal, en la que se apoyan las otras tres, queda por ver de qué dato de experiencia originaria deriva aquella letra. La letra debe discutirse, aunque el sentido adicional siga siendo válido. En cierto libro se afirma que la única manera de tallar el diamante consiste en utilizar sangre de macho cabrío. Mi maestro, el gran Roger Bacon, dijo que eso no era cierto. simplemente porque había intentado hacerlo y no había tenido éxito. Pero si hubiese existido alguna relación simbólica entre el diamante y la sangre de macho cabrío, ese sentido superior habría permanecido intacto.

(...)

— No, porque la verdadera ciencia no debe contentarse con ideas, que son precisamente signos, sino que debe llegar a la verdad singular de las cosas. Por tanto, me gustaría poder remontarme desde esta impronta de una impronta hasta el unicornio individual que está al comienzo de la cadena. Así como me gustaría remontarme desde los signos confusos dejados por el asesino de Venancio (signos que podrían referirse a muchas personas) hasta un individuo único, que es ese asesino. Pero no siempre es posible hacerlo en breve tiempo, sin tener que pasar por una serie de otros signos.

— Entonces, ¿nunca puedo hablar más que de algo que me habla de algo distinto, y así sucesivamente, sin que exista el algo final, el verdadero?

— Quizás existe, y es el individuo unicornio. No temas, tarde o temprano lo encontrarás, aunque sea negro y feo.

(pp. 300-301)

2. La ciencia y la técnica

a) Utopía científica de Bacon. Teología de Occam.

Pues he de decir que este hombre singular llevaba en su saco de viaje unos instrumentos que hasta entonces yo nunca había visto y que él definía como sus máquinas maravillosas. Las máquinas, decía, son producto del arte, que imita a la naturaleza, capaces de reproducir, no ya las meras formas de esta última, sino su modo mismo de actuar. Así me explicó los prodigios del reloj, del astrolabio y del imán. Sin embargo, al comienzo temí que se tratase de brujerías, y fingí dormir en ciertas noches serenas mientras él (valiéndose de un extraño triángulo) se dedicaba a observar las estrellas. Los franciscanos que yo había conocido en Italia y en mi tierra eran hombres simples, a menudo iletrados, y la sabiduría de Guillermo me sorprendió. Pero él me explicó sonriendo que los franciscanos de sus islas eran de otro cuño: "Roger Bacon a quien venero como maestro, nos ha enseñado que algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia natural y santa. Y un día por la fuerza de la naturaleza se podrán fabricar instrumentos de navegación mediante los cuales los barcos navegarán unico homine regente, y mucho más aprisa que los impulsados por velas o remos; y habrá carros "ut sine animali moveantur cum impetu inaestimabili et instrumenta volandi et homo sedens in medio instrumenti revolvens aliquod ingenium per quod alae artificialiter compositae aerem verberent, ad modum avis volantis". E instrumentos pequeñísimos capaces de levantar pesos inmensos, y vehículos para viajar al fondo del mar."

Cuando le pregunté dónde existían esas máquinas, me dijo que ya se habían fabricado en la antigüedad, y que algunas también se habían podido construir en nuestro tiempo: "Salvo el instrumento para volar, que nunca he visto ni sé de nadie que lo haya visto, aunque conozco a un sabio que lo ha ideado. También pueden construirse puentes capaces de atravesar ríos sin apoyarse en columnas ni en ningún otro basamento, y otras máquinas increíbles. No debes inquietarte porque aún no existan, pues eso no significa que no existirán. Y yo te digo que Dios quiere que existan, y existen ya sin duda en su mente, aunque mi amigo de Occam niegue que las ideas existan de ese modo, y no porque podamos decidir acerca de la naturaleza divina, sino, precisamente, porque no podemos fijarle límite alguno." Esta no fue la única proposición contradictoria que escuché de sus labios: sin embargo, todavía hoy, ya viejo y más sabio que entonces, no acabo de entender cómo podía tener tanta confianza en su amigo de Occam y jurar al mismo tiempo por las palabras de Bacon, como hizo en muchas ocasiones. Pero también es verdad que aquéllos eran tiempos oscuros en los que un hombre sabio debía pensar cosas que se contradecían entre sí.

(pp. 16-17)

b) ¿El saber para todos o sólo para unos pocos?

— Sin duda, puedes hablar de magia en estos casos —admitió Guillermo—. Pero hay dos clases de magia. Hay una magia que es obra del diablo y que se propone destruir al hombre mediante artificios que no es lícito mencionar. Pero hay otra magia que es obra divina, ciencia de Dios que se manifiesta a través de la ciencia del hombre, y que sirve para transformar la naturaleza, y uno de cuyos fines es el de prolongar la misma vida del hombre. Esta última magia es santa, y los sabios deberán dedicarse cada vez más a ella, no sólo para descubrir cosas nuevas, sino también para redescubrir muchos secretos de la naturaleza que el saber divino ya había revelado a los hebreos, a los griegos, a otros pueblos antiguos e, incluso hoy, a los infieles (¡no te digo cuántas cosas maravillosas de óptica y ciencia de la visión se encuentran en los libros de estos últimos!). Y la ciencia cristiana deberá recuperar todos estos conocimientos que poseían los paganos y poseen los infieles tamquam ab iniustis possessoribus.

— Pero, ¿por qué los que poseen esa ciencia no la comunican a todo el pueblo de Dios?

— Porque no todo el pueblo de Dios está preparado para recibir tantos secretos, y a menudo ha sucedido que los depositarios de esta ciencia fueron confundidos con magos que habían pactado con el diablo, pagando con sus vidas el deseo que habían tenido de compartir con los demás su tesoro de conocimientos. Yo mismo, durante los procesos en que se acusaba a alguien de mantener comercio con el diablo, tuve que evitar el uso de estas lentes, y recurrí a secretarios dispuestos a leerme los textos que necesitaba conocer, porque, en caso contrario, como la presencia del demonio era tan ubicua que todos respiraban, por decirlo así, su olor azufrado, me habrían tomado por un amigo de los acusados. Además, como advertía el gran Roger Bacon, no siempre los secretos de la ciencia deben estar al alcance de todos, porque algunos podrían utilizarlos para cosas malas. A menudo el sabio debe hacer que pasen por mágicos libros que en absoluto lo son, que sólo contienen buena ciencia, para protegerlos de las miradas indiscretas.

(pp. 86-87)

c) Ciencia es también saber qué debe hacerse con la ciencia

Porque la ciencia no consiste sólo en saber lo que debe o puede hacerse, sino también en saber lo que podría hacerse aunque quizá no debiera hacerse. Por eso le decía hoy al maestro vidriero que el sabio debe velar de alguna manera los secretos que descubre, para evitar que otros hagan mal uso de ellos. Pero hay que descubrir esos secretos, y esta biblioteca me parece más bien un sitio donde los secretos permanecen ocultos.
(p. 95)

d) Posibilidad de la existencia de leyes de la naturaleza en este mundo caótico (Occam-Hume)

— También yo lo creía. Pero para eso habría que estar seguro de que los simples tienen razón porque cuentan con la intuición de lo individual, que es la única buena. Sin embargo, si la intuición de lo individual es la única buena, ¿cómo podrá la ciencia reconstruir las leyes universales por cuyo intermedio, e interpretación, la magia buena se vuelve operativa?

— Eso, ¿cómo podrá?

— Ya no lo sé. Lo he discutido mucho en Oxford con mi amigo Guillermo de Occam, que ahora está en Aviñón. Sembró mi ánimo de dudas. Porque, si sólo es correcta la intuición de lo individual, entonces será bastante difícil demostrar que el mismo tipo de causas tienen el mismo tipo de efectos. Un mismo cuerpo puede ser frío o caliente, dulce o amargo, húmedo o seco, en un sitio, y no serlo en otro. ¿Cómo puedo descubrir el vínculo universal que asegura el orden de las cosas, si no puedo mover un dedo sin crear una infinidad de nuevos entes, porque con ese movimiento se modifican las relaciones de posición entre mi dedo y el resto de los objetos? Las relaciones son los modos por los que mi mente percibe los vínculos entre los entes singulares, pero ¿qué garantiza la universalidad y la estabilidad de esos modos?

— Sin embargo, sabéis que a determinado espesor de un vidrio corresponde determinada posibilidad de visión, y porque lo sabéis estáis ahora en condiciones de construir unas lentes iguales a las que habéis perdido. Si no, no podríais.

— Aguda respuesta, Adso. En efecto, he formulado la proposición de que a igualdad de espesor debe corresponder igualdad de poder visual. Y lo he hecho porque en otras ocasiones he tenido intuiciones individuales del mismo tipo. Sin duda, el que experimenta con las propiedades curativas de las hierbas sabe que todos los individuos herbáceos de igual naturaleza tienen efectos de igual naturaleza en los pacientes que presentan iguales disposiciones. Por eso el experimentador formula la proposición de que toda hierba de determinado tipo es buena para el que sufre de calentura, o de que toda lente de determinado tipo aumenta en igual medida la visión del ojo. Es indudable que la ciencia a la que se refería Bacon versa sobre estas proposiciones. Fíjate que no hablo de cosas, sino de proposiciones sobre las cosas. La ciencia se ocupa de las proposiciones y de sus términos, y los términos indican cosas singulares. ¿Comprendes, Adso? Tengo que creer que mi proposición funciona porque así me lo ha mostrado la experiencia, pero para creerlo tendría que suponer la existencia de unas leyes universales de las que, sin embargo, no puedo hablar, porque ya la idea de la existencia de leyes universales, y de un orden dado de las cosas, entrañaría el sometimiento de Dios a las mismas, pero Dios es algo tan absolutamente libre que, si lo quisiese, con un solo acto de su voluntad podría hacer que el mundo fuese distinto.

— O sea que, si no entiendo mal, hacéis, y sabéis por qué hacéis, pero no sabéis por qué sabéis que sabéis lo que hacéis.

(pp. 185-198)

e) Posibilidad de la ciencia (Hobbes-Hume)

— Así es como conoce Dios el mundo, porque lo ha concebido en su mente, o sea, en cierto sentido, desde fuera, antes de crearlo, mientras que nosotros no logramos conocer su regla, porque vivimos dentro de él y lo hemos encontrado ya hecho.

— ¡Así pueden conocerse las cosas mirándolas desde fuera!

— Las cosas del arte, porque en nuestra mente volvemos a recorrer los pasos que dio el artífice. No las cosas de la naturaleza, porque no son obra de nuestra mente.

— Pero en el caso de la biblioteca es suficiente, ¿verdad?

— Sí —dijo Guillermo—. Pero sólo en este caso.

(p. 208)


f) Método científico: hipotético-deductivo.

—Adso —dijo Guillermo—, resolver un misterio no es como deducir a partir de primeros principios. Y tampoco es como recoger un montón de datos particulares para inferir después una ley general. Equivale más bien a encontrarse con uno, dos o tres datos particulares que al parecer no tienen nada en común, y tratar de imaginar si pueden ser otros tantos casos de una ley general que todavía no se conoce, y que quizá nunca ha sido enunciada. Sin duda, si sabes, como dice el filósofo, que el hombre, el caballo y el mulo no tienen hiel y viven mucho tiempo, puedes tratar de enunciar el principio según el cual los animales que no tienen hiel viven mucho tiempo. Pero piensa en los animales con cuernos. ¿Por qué tienen cuernos? De pronto descubres que todos los animales con cuernos carecen de dientes en la mandíbula superior. Este descubrimiento sería muy interesante si no fuese porque, ay, existen animales sin dientes en la mandíbula superior, que, no obstante, también carecen de cuernos, como el camello, por ejemplo. Finalmente, descubres que todos los animales sin dientes en la mandíbula superior tie-nen dos estómagos. Pues bien, puedes suponer que cuando se tienen pocos dientes se mastica mal y, por tanto, se necesita otro estómago para poder digerir mejor los alimentos.

—Pero ¿a qué vienen los cuernos? —pregunté con impaciencia—. ¿Y por qué os ocupáis de Ios animales con cuernos?

—Yo no me he ocupado nunca de ellos, pero el obispo de Lincoln sí que se ocupó, y mucho, siguiendo una idea de Aristóteles. Sinceramente, no sabría decirte si su razonamiento es correcto; tampoco me he fijado en dónde tiene los dientes el camello y cuántos estómagos posee. Si te he mencionado esta cuestión, era para mostrarte que la búsqueda de las leyes explicativas, en los hechos naturales, procede por vías tortuosas. Cuando te enfrentas con unos hechos inexplicables, debes tratar de imaginar una serie de leyes generales, que aún no sabes como se relacionan con los hechos en cuestión. Hasta que de Pronto, al descubrir determinada relación, uno de aquellos razonamientos te parece más convincente que los otros. Entonces tratas de aplicarlo a todos los casos similares, y de utilizarlo para formular previsiones, y descubres que habías acertado.

(pp. 288-289)

3. Las Ideas (universales) y las cosas individuales (singulares)

No exactamente, querido Adso —respondió el maestro—. Sin duda, aquel tipo de impronta me hablaba, si quieres, del caballo como verbum mentis, y me hubiese hablado de él en cualquier sitio donde la encontrara. Pero la impronta en aquel lugar y en aquel momento del día me decía que al menos uno de todos los caballos posibles había pasado por allí. De modo que me encontraba a mitad de camino entre la aprehensión del concepto de caballo y el conocimiento de un caballo individual. Y, de todas maneras, lo que conocía del caballo universal procedía de la huella, que era singular. Podría decir que en aquel momento estaba preso entre la singularidad de la huella y mi ignorancia, que adoptaba la forma bastante diáfana de una idea universal. Si ves algo de lejos, sin comprender de qué se trata, te contentarás con definirlo como un cuerpo extenso. Cuando estés un poco más cerca, lo definirás como un animal, aunque todavía no sepas si se trata de un caballo o de un asno. Si te sigues acercando, podrás decir que es un caballo, aunque aún no sepas si se trata de Brunello o de Favello. Por último, sólo cuando estés a la distancia adecuada verás que es Brunello (o bien, ese caballo y no otro, cualquiera que sea el nombre que quieras darle). Este será el conocimiento pleno, la intuición de lo singular. Así, hace una hora, yo estaba dispuesto a pensar en todos los caballos, pero no por la vastedad de mi intelecto, sino por la estrechez de mi intuición. Y el hambre de mi intelecto sólo pudo saciarse cuando vi al caballo individual que los monjes llevaban por el freno. Sólo entonces supe realmente que mi razonamiento previo me había llevado cerca de la verdad. De modo que las ideas, que antes había utilizado para imaginar un caballo que aún no había visto, eran puros signos, como eran signos de la idea de caballo las huellas sobre la nieve: cuando no poseemos las cosas, usamos signos y signos de signos.

Ya otras veces le había escuchado hablar con mucho escepticismo de las ideas universales y con gran respeto de las cosas individuales, e incluso, más tarde, llegué a pensar que aquella inclinación podía deberse tanto al hecho de que era británico como al de que era franciscano. Pero aquel día no me sentía con fuerzas para afrontar disputas teológicas. De modo que me acurruqué en el espacio que me habían concedido, me envolví en una manta y caí en un sueño profundo.
(pp. 26-27)

4. Occam: causalidad, navaja de Occam, Iglesia-Estado

a) Crítica al uso indiscriminado del principio de causalidad

—Cuando declaré culpable a alguien —aclaró Guillermo— era porque éste había cometido realmente crímenes tan graves que podía entregarlo al brazo secular sin remordimientos.

El Abad tuvo un momento de duda:

—¿Por qué —preguntó— insistís en hablar de actos delictivos sin pronunciaros sobre su causa diabólica?

— Porque razonar sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil, y creo que sólo Dios puede hacer juicios de ese tipo. A nosotros nos cuesta ya tanto establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el rayo que lo ha incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas de causas y efectos me parece tan insensato como tratar de construir una torre que llegue hasta el cielo.

— El doctor de Aquino —sugirió el Abad— no ha temido demostrar mediante la fuerza de su sola razón la existencia del Altísimo, remontándose de causa en causa hasta la causa primera, no causada.

— ¿Quién soy yo —dijo Guillermo con humildad— para oponerme al doctor de Aquino? Además, su prueba de la existencia de Dios cuenta con el apoyo de muchos otros testimonios que refuerzan la validez de sus vías. Dios habla en el interior de nuestra alma, como ya sabía Agustín, y vos, Abbone, habríais cantado alabanzas al Señor y a su presencia evidente aunque Tomás no hubiera... —se detuvo, y añadió—: Supongo.

— iOh, sin duda! —se apresuró a confirmar el Abad, y de este modo tan elegante cortó mi maestro una discusión escolástica que, evidentemente, no le agradaba demasiado.

(pp. 28-29)

b) Navaja de Occam

Querido Adso, no conviene multiplicar las explicaciones y las causas mientras no haya estricta necesidad de hacerlo. Si Adelmo cayó desde el torreón oriental es preciso que haya penetrado en la biblioteca, que alguien lo haya golpeado primero para que no opusiese resistencia, que éste haya encontrado la manera de subir con su cuerpo a cuestas hasta la ventana, que la haya abierto y haya arrojado por ella al infeliz. Con mi hipótesis, en cambio, nos basta Adelmo, su voluntad y un derrumbamiento del terreno. Todo se explica utilizando menos número de causas.
(p. 90)

c) Iglesia-Estado

Los presentes no se atrevieron a impugnar tan docta demostración. En virtud de lo cual, concluyó Guillermo, se ve con claridad que la legislación sobre las cosas de esta tierra, y por tanto sobre las cosas de las ciudades y los reinos, no guarda relación alguna con la custodia y la administración de la palabra divina, privilegio inalienable de la jerarquía eclesiástica. Infelices, así, los infieles, porque carecen de una autoridad como ésta, que interprete para ellos la palabra divina (y todos se apiadaron de los infieles). Pero, ¿acaso esto nos autoriza a decir que los infieles carecen de la tendencia a hacer leyes y a administrar sus cosas mediante gobiernos, ya sean reyes, emperadores, sultanes o califas? ¿Y acaso podía negarse que muchos emperadores romanos habían ejercido el poder temporal con gran sabiduría, por ejemplo Trajano? ¿Y quién ha otorgado a los paganos y a los infieles esa capacidad natural para legislar y vivir en comunidades políticas? ¿Acaso sus divinidades mentirosas que necesariamente no existen (o que no existen necesariamente, como quiera que se interprete la negación de esta modalidad)? Sin duda que no. Sólo podía habérsela conferido el Dios de los ejércitos, el Dios de Israel, padre de nuestro señor Jesucristo... ¡Admirable prueba de bondad divina, que ha conferido la capacidad de juzgar sobre las cosas políticas también a quien no reconoce la autoridad del pontífice romano y no profesa los misterios sagrados, suaves y terribles del pueblo cristiano! Pero, ¿qué mejor demostración del hecho de que el dominio temporal y la jurisdicción secular nada tienen que ver con la iglesia y con las leyes de Jesucristo, y de que fueron ordenados por Dios al margen de toda ratificación eclesiástica e incluso antes del nacimiento de nuestra santa religión?

(...)Dijo que le parecía que sus deducciones podían apoyarse en el ejemplo mismo de Cristo, quien no vino a este mundo para mandar, sino para someterse según las condiciones que encontró en el mundo, al menos en lo que se refería a las leves del César. No quiso que los apóstoles tuviesen dominio y mando, y por eso parecía sabio que los sucesores de los apóstoles fuesen aliviados de todo poder mundano y coactivo. Si el pontífice, los obispos y los curas no estuvieran sometidos al poder mundano y coactivo del príncipe, la autoridad de este último se vería invalidada, y con ello se invalidaría también un orden que, como acababa de demostrar, había sido instaurado por Dios. Sin duda, deben considerarse ciertos casos muy delicados —dijo Guillermo—, como el de los herejes, sobre cuya herejía sólo la iglesia, guardiana de la verdad, puede pronunciarse, mientras que, sin embargo, la acción sólo incumbe al brazo secular. Cuando la iglesia reconoce la existencia de determinados herejes, lo justo, sin duda, es que los señale al príncipe, quien conviene que esté informado acerca de las condiciones de sus ciudadanos. Pero ¿qué tendrá que hacer el príncipe con un hereje? ¿Condenarlo en nombre de esa verdad divina cuya custodia no le atañe? El príncipe puede y debe condenar al hereje si su acción perjudica la convivencia de todos, o sea si el hereje trata de imponer su herejía matando o molestando a quienes no la comparten. Pero allí se detiene el poder del príncipe, porque nadie en esta tierra puede ser obligado mediante el suplicio a seguir los preceptos del evangelio. Si no, ¿dónde acabaría el libre arbitrio, sobre el uso del cual cada uno será juzgado en el otro mundo? La iglesia puede y debe avisar al hereje que se está saliendo de la comunidad de los fieles, pero no puede juzgarlo en la tierra ni obligarlo contra su voluntad. Si Cristo hubiese querido que sus sacerdotes obtuvieran poder coactivo, habría establecido unos preceptos precisos, como hizo Moisés con la ley antigua. Pero no los estableció. Por tanto, no quiso otorgarles ese poder. ¿O habría que pensar que sí lo quiso, pero que en tres años de predicación le faltó tiempo, o capacidad, para decirlo? Lo justo era que no lo quisiese, porque, si lo hubiera querido, el papa habría podido imponer su voluntad al rey, y el cristianismo no sería ya ley de libertad sino intolerable esclavitud.

(pp. 334-337)

5. Lo feo y la risa en el arte como un camino hacia Dios. Abelardo.

(Primer encuentro de Jorge de Burgos y fray Guillermo)

— Las imágenes marginales suelen provocar sonrisas, pero tienen una finalidad edificante —respondió—. Así como en los sermones para estimular la imaginación de las muchedumbres piadosas es pertinente insertar exempla, muchas veces divertidos, también el discurso de las imágenes debe permitirse estas nugae. Para cada virtud y para cada pecado puede hallarse un ejemplo en los bestiarios, y los animales permiten representar el mundo de los hombres.

— ¡Oh, sí! —se burló el anciano, pero sin sonreír—, toda imagen es buena para estimular la virtud, para que la obra maestra de la creación, puesta patas arriba, se convierta en objeto de risa. ¡Así la palabra de Dios se manifiesta en el asno que toca la lira, en el cárabo que ara con el escudo, en los bueyes que se uncen solos al arado, en los ríos que remontan sus cursos, en el mar que se incendia, en el lobo que se vuelve eremita! iSalid a cazar liebres con los bueyes, que las lechuzas os enseñen la gramática, que los perros muerdan a las pulgas, que los ciegos miren a los mudos y que los mudos pidan pan, que la hormiga saque a pastar al ternero, que vuelen los pollos asados, que las hogazas crezcan en los techos, que los papagayos den clase de retórica, que las gallinas fecunden a Ios gallos, poned el carro delante de los bueyes, que el perro duerma en la cama y que todos caminen con las piernas en alto! ¡Qué quieren todas estas nugae? ¡Un mundo invertido y opuesto al que Dios ha establecido, so pretexto de enseñar los preceptos divinos!
(pp. 78-79)


(Jorge y fray Guillermo) —El ánimo sólo está sereno cuando contempla la verdad y se deleita con el bien que ha realizado, y la verdad y el bien no mueven a risa. Por eso Cristo no reía. La risa fomenta la duda.

— Pero a veces es justo dudar.

—No veo por qué debiera serlo. Cuando se duda hay que acudir a una autoridad, a las palabras de un padre o de un doctor, y entonces desaparece todo motivo de duda. Me parece que estáis impregnado de doctrinas discutibles, como las de los lógicos de París. Pero San Bernardo, con su es así y no es así, supo oponerse al castrado Abelardo, que quería someter todos los problemas al examen frió y sin vida de una razón no iluminada por las Escrituras. Sin duda, el que acepta esas ideas peligrosísimas también puede valorar el juego del necio que ríe de aquello cuya verdad, enunciada ya de una vez para siempre, debe ser el objeto único de nuestro saber. Y así, al reír, el necio dice implícitamente: «Deus non est.»

— Venerable Jorge —dijo Guillermo—, creo que sois injusto cuando tratáis de castrado a Abelardo, porque sabéis que fue la iniquidad ajena la que lo sumió en esa triste condición.

— Fueron sus pecados. Fue la soberbia de su confianza en la razón humana. Así la fe de los simples fue escarnecida, los misterios de Dios desentrañados (mejor dicho, se intentó desentrañarlos, ¡necios quienes lo intentaron!), abordadas con temeridad cuestiones relativas a las cosas más altas, escarnecidos los padres por haber considerado que no eran respuestas sino consuelo lo que esas cuestiones requerían.

(pp. 126-127)

6. Aristóteles: la Poética.

a) Ataque de Jorge de Burgos a Aristóteles, a la risa y a la Poética.

— Entonces —preguntó Guillermo—, ¿qué se dijo aquel día en que Adelmo, tú, Berengario, Venancio, Malaquías y Jorge discutisteis sobre los marginalia?

— Ya lo oísteis ayer. Jorge señaló que no es lícito adornar con imágenes risibles los libros que contienen la verdad. Venancio observó que el propio Aristóteles había hablado de los chistes y de los juegos de palabras como instrumentos para descubrir mejor la verdad, y que, por tanto, la risa no debía de ser algo malo si podía convertirse en vehículo de la verdad. Jorge señaló que, por lo que recordaba, Aristóteles había hablado de esas cosas en el libro de la Poética y refiriéndose a las metáforas. Y que ya eran dos circunstancias inquietantes: primero, porque la Poética, durante tanto tiempo ignorada por el mundo cristiano, y quizá por decreto divino, nos ha llegado a través de los moros infieles...

(...)

—Es cierto —dijo Bencio, sonriendo por primera vez y con el rostro casi iluminado—. Vivimos para los libros. Dulce misión en este mundo dominado por el desorden y la decadencia. Entonces quizá podáis comprender lo que sucedió aquel día. Venancio, que conoce..., que conocía muy bien el griego, dijo que Aristóteles había dedicado especialmente a la risa el segundo libro de la Poética y que si un filósofo tan grande había consagrado todo un libro a la risa, la risa debía de ser algo muy importante. Jorge dijo que muchos padres habían dedicado libros enteros al pecado, que es algo importante pero muy malo, y Venancio replicó que, por lo que sabía, Aristóteles había dicho que la risa era algo bueno, y adecuado para la transmisión de la verdad, y entonces Jorge le preguntó desafiante si acaso había leído ese libro de Aristóteles, y Venancio dijo que nadie podía haberlo leído todavía porque nunca se había encontrado y quizás estaba perdido. Y, en efecto, nadie ha podido leer el segundo libro de la Poética. Guillermo de Moerbeke nunca lo tuvo entre sus manos. Entonces Jorge dijo que si no lo habían encontrado era porque nunca se había escrito, porque la providencia no quería que se glorificaran cosas frívolas. Yo quise calmar los ánimos, porque Jorge monta fácilmente en cólera y Venancio lo estaba provocando con sus palabras, y dije que en la parte de la Poética que conocemos, y en la Retórica, se encuentran muchas observaciones sabias sobre Ios enigmas ingeniosos, y Venancio estuvo de acuerdo conmigo.

(pp. 106-107)

— Pero ahora dime —estaba diciendo Guillermo—, ¿por qué? ¿Por qué quisiste proteger este libro más que tantos otros? ¿Por qué, si ocultabas tratados de nigromancia, páginas en las que se insultaba, quizá, el nombre de Dios, sólo por las páginas de este libro llegaste al crimen, condenando a tus hermanos y condenándote a ti mismo? Hay muchos otros libros que hablan de la comedia, y también muchos otros que contienen el elogio de la risa. ¿Por qué éste te infundía tanto miedo?

— Porque era del Filósofo. Cada libro escrito por ese hombre ha destruido una parte del saber que la cristiandad había acumulado a lo largo de los siglos. Los padres habían dicho lo que había que saber sobre el poder del Verbo y bastó con que Boecio comentase al Filósofo para que el misterio divino del Verbo se transformara en la parodia humana de las categorías y del silogismo. El libro del Génesis dice lo que hay que saber sobre la composición del cosmos, y bastó con que se redescubriesen los libros físicos del Filósofo para que el universo se reinterpretara en términos de materia sorda y viscosa, y para que el árabe Averroes estuviese a punto de convencer a todos de la eternidad del mundo. Sabíamos todo sobre los nombres divinos, y el dominico enterrado por Abbone, seducido por el Filósofo, los ha vuelto a enunciar siguiendo las orgullosas vías de la razón natural. De este modo, el cosmos, que para el Areopagita se manifestaba al que sabía elevar la mirada hacia la luminosa cascada de la causa primera ejemplar, se ha convertido en una reserva de indicios terrestres de los que se parte para elevarse hasta una causa eficiente abstracta. Antes mirábamos el cielo, otorgando sólo una mirada de disgusto al barro de la materia; ahora miramos la tierra, y sólo creemos en el cielo por el testimonio de la tierra. Cada palabra del Filósofo, por la que ya juran hasta los santos y los pontífices, ha trastocado la imagen del mundo. Pero aún no había llegado a trastocar la imagen de Dios. Si este libro llegara... si hubiese llegado a ser objeto de pública interpretación, habríamos dado ese último paso.

—Pero, ¿por qué temes tanto a este discurso sobre la risa? No eliminas la risa eliminando este libro.

—No, sin duda. La risa es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne. Es la distracción del campesino, la licencia del borracho. Incluso la iglesia, en su sabiduría, ha permitido el momento de la fiesta, del carnaval, de la feria, esa polución diurna que permite descargar los humores y evita que se ceda a otros deseos y a otras ambiciones... Pero de esta manera la risa sigue siendo algo inferior, amparo de los simples, misterio vaciado de sacralidad para la plebe. Ya lo decía el apóstol: en vez de arder, casaos. En vez de rebelaros contra el orden querido por Dios, reíd y divertíos con vuestras inmundas parodias del orden... al final de la comida, después de haber vaciado las jarras y botellas. Elegid al rey de los tontos, perdeos en la liturgia del asno y del cerdo, jugad a representar vuestras saturnales cabeza abajo... Pero aquí, aquí... —y Jorge golpeaba la mesa con el dedo, cerca del libro que Guillermo había estado hojeando—, aquí se invierte la función de la risa, se la eleva a arte, se le abren las puertas del mundo de los doctos, se la convierte en objeto de filosofía, y de pérfida teología... Ayer pudiste comprobar cómo los simples pueden concebir, y realizar, las herejías más indecentes, haciendo caso omiso tanto de las leyes de Dios como de las de la naturaleza. Pero la iglesia puede soportar la herejía de los simples, que se condenan por sí solos, destruidos por su propia ignorancia. La inculta locura de Dulcino y de sus pares nunca podrá hacer tambalear el orden divino. Predicará la violencia y morirá por la violencia, no dejará huella alguna, se consumirá como se consume el carnaval, y no importa que durante la fiesta se haya producido en la tierra, y por breve tiempo, la epifanía del mundo al revés. Basta con que el gesto no se transforme en designio, con que esa lengua vulgar no encuentre una traducción latina. La risa libera al aldeano del miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos también el diablo parece pobre y tonto, y, por tanto, controlable. Pero este libro podría enseñar que liberarse del miedo al diablo es un acto de sabiduría. Cuando ríe, mientras el vino gorgotea en su garganta, el aldeano se siente amo, porque ha invertido las relaciones de dominación: pero este libro podría enseñar a los doctos los artificios ingeniosos, y a partir de entonces ilustres, con los que legitimar esa inversión. Entonces se transformaría en operación del intelecto aquello que en el gesto impensado del aldeano aún, y afortunadamente, es operación del vientre. Que la risa sea propia del hombre es signo de nuestra limitación como pecadores. ¡Pero cuántas mentes corruptas como la tuya extraerían de este libro la conclusión extrema, según la cual la risa sería el fin del hombre! La risa distrae, por unos instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios. Y de este libro podría saltar la chispa luciferina que encendería un nuevo incendio en todo el mundo; y la risa sería el nuevo arte, ignorado incluso por Prometeo, capaz de aniquilar el miedo. Al aldeano que ríe, mientras ríe, no le importa morir, pero después, concluida su licencia, la liturgia vuelve a imponerle, según el designio divino, el miedo a la muerte. Y de este libro podría surgir la nueva y destructiva aspiración a destruir la muerte a través de la emancipación del miedo. ¿Y qué seríamos nosotros, criaturas pecadoras, sin el miedo, tal vez el más propicio y afectuoso de los dones divinos? Durante siglos, los doctores y los padres han secretado perfumadas esencias de santo saber para redimir, a través del pensamiento dirigido hacia lo alto, la miseria y la tentación de todo lo bajo. Y este libro, que presenta como milagrosa medicina a la comedia, a la sátira y al mimo, afirmando que pueden producir la purificación de las pasiones a través de la representación del defecto, del vicio, de la debilidad, induciría a los falsos sabios a tratar de redimir (diabólica inversión) lo alto a través de la aceptación de lo bajo. De este libro podría deducirse la idea de que el hombre puede querer en la tierra (como sugería tu Bacon a propósito de la magia natural) la abundancia del país de Jauja. Pero eso es lo que no debemos ni podremos tener. Mira cómo los monjecillos pierden toda vergüenza en esa parodia burlesca que es la Coena Cypriani. ¡Qué diabólica transfiguración de la escritura sagrada! Sin embargo, lo hacen sabiendo que está mal. Pero si algún día la palabra del Filósofo justificase los juegos marginales de la imaginación desordenada, ¡oh, entonces sí que lo que está en el margen saltaría al centro, y el centro desaparecería por completo! El pueblo de Dios se transformaría en una asamblea de monstruos eructados desde los abismos de la terra incognita, y entonces la periferia de la tierra conocida se convertiría en el corazón del imperio cristiano, los arimaspos estarían en el trono de Pedro, los blemos en los monasterios, los enanos barrigones y cabezudos en la biblioteca, ¡custodiándola! Los servidores dictarían las leyes y nosotros (pero entonces tú también) tendríamos que obedecer en ausencia de toda ley. Dijo un filósofo griego (que tu Aristóteles cita aquí, cómplice e inmunda auctoritas) que hay que valerse de la risa para desarmar la seriedad de los oponentes, y a la risa, en cambio, oponer la seriedad. La prudencia de nuestros padres ha guiado su elección: si la risa es la distracción de la plebe, la licencia de la plebe debe ser refrenada y humillada y atemorizada mediante la severidad. Y la plebe carece de armas para afinar su risa hasta convertirla en un instrumento contra la seriedad de los pastores que deben conducirla hacia la vida eterna y sustraerla a las seducciones del vientre, de las partes pudendas, de la comida, de sus sórdidos deseos. Pero si algún día alguien, esgrimiendo las palabras del Filósofo y hablando, por tanto, como filósofo, elevase el arte de la risa al rango de arma sutil, si la retórica de la convicción es reemplazada por la retórica de la irrisión, si la tópica de la construcción paciente y salvadora de las imágenes de la redención es reemplazada por la tópica de la destrucción impaciente y del desbarajuste de todas las imágenes más santas y venerables... ¡Oh, ese día también tú, Guillermo, y todo tu saber, quedaríais destruidos!
(pp. 446-449)


7. Herejías. Ricos y pobres, poderosos y débiles.

a) El inquisidor inventa al hereje.

Porque lo que vi más tarde en la abadía (como diré en su momento) me ha llevado a pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también porque reprimen con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el demonio, ¡que Dios nos proteja!

(p. 49)

b) Herejías: pobreza.

—¿Qué habrá querido decirnos? —pregunté.

—Todo y nada. Una abadía es siempre un sitio donde los monjes luchan entre sí para conseguir el gobierno de la comunidad. También ocurre en Melk, aunque, siendo novicio, puede que aún no hayas tenido tiempo de percibirlo. Pero en tu país conquistar el gobierno de una abadía significa conquistar una posición desde la cual se trata directamente con el emperador. En este país, en cambio, la situación es distinta, el emperador está lejos, incluso cuando baja hasta Roma. No hay cortes, y ahora ni siquiera existe la del papa. Como ya habrás visto, lo que hay son ciudades.

Sí y me han impresionado mucho. En Italia la ciudad no es como en mi tierra... No es sólo un sitio para habitar: es un sitio para tomar decisiones. Siempre están todos en la plaza, los magistrados de la ciudad importan más que el emperador o que el papa... Son... reinos aparte.

Y los reyes son los mercaderes. Y su arma es el dinero. El dinero, en Italia, no tiene la misma función que en tu país o en el mío. El dinero circula en todas partes, pero allí la vida sigue en gran medida dominada por el intercambio de bienes, pollos o gavillas de trigo, una hoz o un carro, y el dinero sirve para obtener esos bienes. En cambio, como habrás advertido, en las ciudades italianas son los bienes los que sirven para obtener dinero. Y también los curas y los obispos, y hasta las órdenes religiosas, deben echar cuentas con el dinero. Así se explica que la rebelión contra el poder se manifieste como reivindicación de la pobreza, y se rebelan contra el poder los que están excluidos de la relación con el dinero, y cada vez que se reivindica la pobreza estallan los conflictos y los debates, y toda la ciudad, desde el obispo al magistrado, se siente directamente atacada si alguien insiste demasiado en predicar la pobreza. Donde alguien reacciona ante el hedor del estiércol del demonio, los inquisidores huelen el hedor del demonio. Ahora comprenderás también lo que sugería Aymaro. En los tiempos áureos de la orden, una abadía benedictina era el sitio desde donde los pastores vigilaban el rebaño de los fieles. Aymaro quiere que se vuelva a la tradición. Pero la vida del rebaño ha cambiado, y para volver a la tradición (a la gloria y al poder de otros tiempos) la abadía debe aceptar que el rebaño ha cambiado, y para ello debe cambiar. Y como hoy en este país el rebaño no se domina con las armas ni con el esplendor de los ritos, sino con el control del dinero, Aymaro quiere que el conjunto de la abadía, incluida la biblioteca, se conviertan en un taller, en una fábrica de dinero.

(pp.120-121)

c) Diferencias entre herejes.

— Digo que muchas de esas herejías, independientemente de las doctrinas que defienden, tienen éxito entre los simples porque les sugieren la posibilidad de una vida distinta. Digo que en general los simples no saben mucho de doctrina. Digo que a menudo ha sucedido que las masas de simples confundieran la predicación catara con la de los patarinos, y ésta en general con la de los espirituales. La vida de los simples, Abbone, no está iluminada por el saber y el sentido agudo de las distinciones. propios de los hombres sabios como nosotros. Además, es una vida obsesionada por la enfermedad y la pobreza, y por la ignorancia, que les impide expresarlas en forma inteligente. A menudo, para muchos de ellos, la adhesión a un grupo herético es sólo una manera como cualquier otra de gritar su desesperación. La casa de un cardenal puede quemarse porque se desea perfeccionar la vida del clero, o bien porque se considera inexistente el infierno que éste predica. Pero siempre se quema porque existe el infierno de este mundo, donde vive el rebaño que debemos cuidar. Y sabéis muy bien que, si ellos no distinguen entre la iglesia búlgara y los secuaces del cura Liprando, a menudo ha sucedido que las autoridades imperiales y sus partidarios tampoco han distinguido entre los espirituales y los herejes. No pocas veces grupos de gibelinos han apoyado movimientos populares de inspiración catara, porque les convenía en su lucha política. Considero que obraron mal. Pero luego he sabido que a menudo esos mismos grupos, para deshacerse de esos adversarios inquietos y peligrosos, y demasiado «simples», atribuyeron a unos las herejías de los otros, y los empujaron a todos a la hoguera. He visto, os juro, Abbone, he visto con mis propios ojos, hombres de vida virtuosa, partidarios sinceros de la pobreza y la castidad, pero enemigos de los obispos, a quienes estos últimos entregaron al brazo secular, estuviese éste al servicio del imperio o de las ciudades libres, acusándolos de promiscuidad sexual y sodomía, prácticas abominables en las que otros, quizá, pero no ellos habían incurrido. Los simples son carne de matadero: se los utiliza cuando sirven para debilitar al poder enemigo, y se los sacrifica cuando ya no sirven.
(p. 144)

d) Herejías (patarinos-valdenses): pobreza. Iglesia: riqueza.

Tercer día. Nona.

— Sí porque la mayoría de los que se suman a ellos son simples, personas que carecen de sutileza doctrinal. Sin embargo, los movimientos de reforma de las costumbres surgen en sitios diferentes, de maneras diferentes y con doctrinas diferentes. Por ejemplo, a menudo se confunden los cátaros con los valdenses. Sin embargo, hay mucha diferencia entre unos y otros. Los valdenses predicaban a favor de una reforma de las costumbres dentro de la iglesia; los cátaros predicaban a favor de una iglesia distinta, predicaban una visión distinta de Dios y de la moral. Los cátaros pensaban que el mundo estaba dividido entre las fuerzas opuestas del bien y del mal, y construyeron una iglesia donde existía una distinción entre los perfectos y los simples creyentes, y tenían sus propios sacramentos y sus propios ritos. Establecieron una jerarquía muy rígida, casi tanto como la de nuestra santa madre iglesia, y en modo alguno pensaban en destruir toda forma de poder. Eso explica por qué se adhirieron a ese movimiento hombres con poder, hacendados y feudatarios. Tampoco pensaban en reformar el mundo, porque según ellos la oposición entre el bien y el mal nunca podrá superarse. Los valdenses, en cambio (y con ellos los arnaldistas o los pobres de Lombardía), querían construir un mundo distinto, basado en el ideal de la pobreza. Por eso acogían a los desheredados y vivían en comunidad, manteniéndose con el trabajo de sus manos. Los cátaros rechazaban los sacramentos de la iglesia: los valdenses no: sólo rechazaban la confesión auricular.

— Pero entonces, ¿por qué se los confunde y se habla de ellos como si fuesen la misma mala hierba?

—Ya te lo he dicho: lo que les da vida también les da muerte. Se desarrollan por el aflujo de los simples, ya estimulados por otros movimientos, y persuadidos de que se trata de una misma corriente de rebelión y de esperanza; y son destruidos por los inquisidores, que atribuyen a unos los errores de los otros, de modo que, si los seguidores de un movimiento han cometido determinado crimen, ese crimen será atribuido a los seguidores de cualquier otro movimiento. Los inquisidores yerran según la razón, porque confunden doctrinas diferentes; y tienen razón, porque los otros yerran, pues, cuando en cierta ciudad surge un movimiento, digamos, de arnaldistas, hacia él convergen también aquellos que hubiesen sido, o han sido, cátaros o valdenses en otras partes. Los apóstoles de fray Dulcino predicaban la destrucción física de los clérigos y señores, y cometieron muchos actos de violencia; los valdenses se oponían a la violencia, al igual que los fraticelli. Pero estoy seguro de que en la época de fray Dulcino convergieron en su grupo muchos que antes habían secundado a los fraticelli o a los valdenses. Los simples, Adso, no pueden escoger libremente su herejía: se aferran al que predica en su tierra, al que pasa por la aldea o por la plaza. Es con eso con lo que juegan sus enemigos. El hábil predicador sabe presentar a los ojos del pueblo una sola herejía, que quizá propicie al mismo tiempo la negación del placer sexual y la comunión de los cuerpos; de ese modo logra mostrar a los herejes como una sola maraña de contradicciones diabólicas que ofenden al sentido común.

— ¿O sea que no están relacionados entre sí y sólo por engaño del demonio un simple que desearía ser joaquinista o espiritual acaba cayendo en manos de los cátaros, o viceversa?

— No, no es eso. A ver, Adso, intentemos empezar de nuevo. Te aseguro que estoy tratando de explicarte algo sobre lo que yo tampoco estoy muy seguro. Pienso que el error consiste en creer que primero viene la herejía y después los simples que la abrazan (y por ella acaban abrasados). En realidad, primero viene la situación en que se encuentran los simples, y después la herejía.

— ¿Cómo es eso?

— Ya conoces la constitución del pueblo de Dios. Un gran rebaño, ovejas buenas y ovejas malas, vigiladas por unos mastines, que son los guerreros, o sea el poder temporal, el emperador y los señores, y guiadas por los pastores, los clérigos, los interpretes de la palabra divina. La imagen es clara.

— Pero no es veraz. Los pastores luchan con los perros, porque unos quieren tener los derechos de los otros.

— Así es, y precisamente por eso no se ve muy bien cómo es el rebaño. Ocupados en destrozarse mutuamente, los perros y los pastores ya no se cuidan del rebaño. Hay una parte que está afuera.

—¿Afuera?

—Sí al margen. Campesinos que no son campesinos porque carecen de tierra, o porque la que tienen no basta para alimentarlos. Ciudadanos que no son ciudadanos porque no pertenecen a ningún gremio ni corporación: plebe, gente a merced de cualquiera. ¿Alguna vez has visto un grupo de leprosos en el campo?

—Sí en cierta ocasión vi uno. Eran como cien, deformes, con la carne blancuzca que se les caía a pedazos. Andaban con muletas; los ojos sangrantes, los párpados hinchados. No hablaban ni gritaban: chillaban como ratas.

—Para el pueblo cristiano, son los otros los que están fuera del rebaño. El rebaño los odia, y ellos odian al rebaño. Querrían que todos estuviésemos muertos, que todos fuésemos leprosos como ellos.

—Sí recuerdo una historia del rey Marco, que debía condenar a la bella Isolda, y ya estaba por darla a las llamas cuando vinieron los leprosos y le dijeron que había peor castigo que la hoguera. Y le gritaban: «¡Entréganos a Isolda, déjanos poseerla, la enfermedad aviva nuestros deseos, entrégala a tus leprosos! ¡Mira cómo se pegan los andrajos a nuestras llagas purulentas! ¡Ella, que junto a ti se envolvía en ricas telas forradas de armiño y se adornaba con exquisitas joyas, verá la corte de los leprosos, entrará en nuestros tugurios, se acostará con nosotros, y entonces sí que reconocerá su pecado y echará de menos este hermoso fuego de espino!»

—Veo que para ser un novicio de San Benito tienes lecturas bastante curiosas —comentó burlándose Guillermo, y yo me ruboricé, porque sabía que un novicio no debe leer novelas de amor, pero en el monasterio de Melk los más jóvenes nos las pasábamos, y las leíamos de noche a la luz de la vela—. No importa —siguió diciendo Guillermo—, veo que has comprendido lo que quería decirte. Los leprosos, excluidos, querrían arrastrar a todos a su ruina. Y cuanto más se los excluya más malos se volverán, y cuanto más se los represente como una corte de lémures que desean la ruina de todos, más excluidos quedarán. San Francisco lo vio claro; por eso lo primero que hizo fue irse a vivir con los leprosos. Es imposible cambiar al pueblo de Dios sin reincorporar a los marginados.

—Pero estabais hablando de otros excluidos; los movimientos heréticos no están compuestos de leprosos.

—El rebaño es como una serie de círculos concéntricos que van desde las zonas más alejadas del rebaño hasta su periferia inmediata. Los leprosos significan la exclusión en general. San Francisco lo vio claro. No quería sólo ayudar a los leprosos, pues en tal caso su acción se hubiese limitado a un acto de caridad, bastante pobre e impotente. Con su acción quería significar otra cosa. ¿Has oído hablar de cuando predicó a los pájaros?

—iOh, sí! Me han contado esa historia bellísima, y he sentido admiración por el santo que gozaba de la compañía de esas tiernas criaturas de Dios —dije henchido de fervor.

—Pues bien, no te han contado la verdadera historia, sino la que ahora está construyendo la orden. Cuando Francisco habló al pueblo de la ciudad y a sus magistrados y vio que no lo entendían, se dirigió al cementerio y se puso a predicar a los cuervos y a las urracas, a los gavilanes, a las aves de rapiña que se alimentaban de cadáveres.

— ¡Qué horrible! ¿Entonces no eran pájaros buenos?

— Eran aves de presa, pájaros excluidos, como los leprosos. Sin duda, Francisco estaba pensando en aquel pasaje del Apocalipsis que dice: «Vi un ángel puesto de pie en el sol, que gritó con una gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan por lo alto del cielo: "¡Venid, congregaos al gran festín de Dios, para comer las carnes de los reyes, las carnes de los tribunos, las carnes de los valientes, las carnes de los caballos y de los que cabalgan en ellos, las carnes de todos los libres y de los esclavos, de los pequeños y de los grandes!"»

—¿De modo que Francisco quería soliviantar a los excluidos?

—No; eso fue lo que hicieron Dulcino y los suyos. Francisco quería que los excluidos, dispuestos a la rebelión, se reincorporasen al pueblo de Dios. Para reconstruir el rebaño había que recuperar a los excluidos. Francisco no pudo hacerlo, y te lo digo con mucha amargura. Para reincorporar a los excluidos tenía que actuar dentro de la iglesia, para actuar dentro de la iglesia tenía que obtener el reconocimiento de su regla, que entonces engendraría una orden, y una orden, como la que, de hecho, engendró, reconstruiría la figura del círculo, fuera del cual se encuentran los excluidos. Y ahora comprenderás por qué existen las bandas de los fraticelli y de los joaquinistas, a cuyo alrededor vuelven a reunirse los excluidos.

—Pero no estábamos hablando de Francisco, sino de la herejía como producto de los simples y de los excluidos.

—Así es. Hablábamos de los excluidos del rebaño de las ovejas. Durante siglos, mientras el papa y el emperador se destrozaban entre sí por cuestiones de poder, aquéllos siguieron viviendo al margen, los verdaderos leprosos, de quienes los leprosos sólo son la figura dispuesta por Dios para que pudiésemos comprender esta admirable parábola y al decir «leprosos» entendiéramos «excluidos, pobres, simples, desheredados, desarraigados del campo, humillados en las ciudades». Pero no hemos entendido, el misterio de la lepra sigue obsesionándonos porque no supimos reconocer que se trataba de un signo. Al encontrarse excluidos del rebaño, todos estaban dispuestos a escuchar, o a producir, cualquier tipo de prédica que, invocando la palabra de Cristo, de hecho denunciara la conducta de los perros y de los pastores y prometiese que algún día serían castigados. Los poderosos siempre lo supieron. La reincorporación de los excluidos entrañaba una reducción de sus privilegios. Por eso a los excluidos que tomaban conciencia de su exclusión los señalaban como herejes, cualesquiera que fuesen sus doctrinas. En cuanto a éstos, hasta tal punto los cegaba el hecho de su exclusión que realmente no tenían el menor interés por doctrina alguna. En esto consiste la ilusión de la herejía. Cualquiera es hereje, cualquiera es ortodoxo. No importa la fe que ofrece determinado movimiento, sino la esperanza que propone. Las herejías son siempre expresión del hecho concreto de que existen excluidos. Si rascas un poco la superficie de la herejía, siempre aparecerá el leproso. Y lo único que se busca al luchar contra la herejía es asegurarse de que el leproso siga siendo tal. En cuanto a los leprosos, ¿qué quieres pedirles? ¿Que sean capaces de distinguir lo correcto y lo incorrecto que pueda haber en el dogma de la Trinidad o en la definición de la Eucaristía? ¡Vamos, Adso! Estos son juegos para nosotros, que somos hombres de doctrina. Los simples tienen otros problemas. Y fíjate en que nunca consiguen resolverlos. Por eso se convierten en herejes.

— Pero ¿por qué algunos los apoyan?

— Porque les conviene para sus asuntos, que raramente se relacionan con la fe y las más de las veces se reducen a la conquista del poder.

—¿Por eso la iglesia de Roma acusa de herejes a todos sus enemigos?

— Por eso. Y por eso también considera ortodoxa toda herejía que puede someter a su control, o que debe aceptar porque se ha vuelto demasiado poderosa y sería inoportuno tenerla en contra. Pero no hay una regla estricta, depende de los hombres y de las circunstancias. Y lo mismo vale en el caso de los señores laicos. Hace cincuenta años la comuna de Padua emitió una ordenanza que imponía una multa de un denario fuerte a quien matase a un clérigo...

—¡Eso es nada!

— Justamente. Era una manera de atizar el odio del pueblo contra los clérigos; la ciudad estaba enfrentada con el obispo. Entonces comprenderás por qué hace tiempo. en Cremona, los partidarios del imperio ayudaron a los cátaros, no por razones de fe, sino para perjudicar a la iglesia de Roma. A veces las magistraturas de las ciudades apoyan a los herejes porque éstos traducen el evangelio a la lengua vulgar: la lengua vulgar es la lengua de las ciudades; el latín, la lengua de Roma y de los monasterios. O bien apoyan a los valdenses porque éstos afirman que todos, hombres y mujeres, grandes y pequeños, pueden enseñar y predicar, y el obrero, que es discípulo, diez años después busca otro de quien convertirse en maestro...

— ¡De ese modo eliminan la diferencia que hacía irreemplazables a los clérigos! Pero entonces, ¿por qué después las mismas magistraturas ciudadanas se vuelven contra los herejes y dan mano fuerte a la iglesia para que los envíe a la hoguera?

— Porque comprenden que si esos herejes continúan creciendo acabarán cuestionando también los privilegios de los laicos que hablan la lengua vulgar. En el concilio de Letrán, el año 1179 (ya ves que estas historias datan de hace casi dos siglos), Walter Map advertía sobre los riesgos que entrañaba dar crédito a las doctrinas de hombres idiotas e iletrados como los valdenses. Si mal no recuerdo, alegaba que no tienen domicilio fijo, que van descalzos, que no tienen propiedad personal alguna, puesto que todo lo poseen en común, y desnudos siguen a Cristo desnudo; y que empiezan de esta manera tan humilde porque son personas excluidas, pero si se les deja demasiado espacio acabarán echándolos a todos. Por eso más tarde las ciudades apoyaron a las órdenes mendicantes y en particular a nosotros, los franciscanos: porque permitían establecer una relación armoniosa entre la necesidad de penitencia y la vida ciudadana, entre la iglesia y los burgueses interesados en sus negocios.

— Entonces, ¿se logró armonizar el amor de Dios con el amor de los negocios?

—No. Se detuvieron los movimientos de renovación espiritual, se los encauzó dentro de los límites de una orden reconocida por el papa. Sin embargo, no pudo encauzarse la tendencia que subyacía a esas manifestaciones. Y en parte emergió en los movimientos de flagelantes, que no hacen daño a nadie, en bandas armadas como las de fray Dulcino, en ritos de hechicería como los de los frailes de Montefalco que mencionaba Ubertino...

— Pero ¿quién tenía razón? ¿Quién tiene razón? ¿Quién se equivocó? —pregunté desorientado.

—Todos tenían sus razones, todos se equivocaron.

—Pero vos —dije casi a gritos, en un ímpetu de rebelión—, ¿por qué no tomáis partido? ¿Por qué no me decís quién tiene razón?

Guillermo se quedó un momento callado, mientras levantaba hacia la luz la lente que estaba tallando. Después la bajó hacia la mesa y me mostró, a través de dicha lente, un instrumento que había en ella:

—Mira —me dijo—. ¿Qué ves?

—Veo el instrumento, un poco más grande.

— Pues bien, eso es lo máximo que se puede hacer: mirar mejor.

— ¡Pero el instrumento es siempre el mismo!

— También el manuscrito de Venancio seguirá siendo el mismo una vez que haya podido leerlo gracias a esta lente. Pero quizá cuando lo haya leído conozca ya mejor una parte de la verdad. Y quizás entonces podamos mejorar en parte la vida en el monasterio.

— ¡Pero eso no basta!

(pp. 185-190)


8. Benedictinos (riqueza) contra franciscanos (pobreza).

a) Teofanía material. Ironía de Guillermo.

—Toda criatura —dijo—, ya sea visible o invisible, es una luz, hija del padre de las luces. Este marfil, este ónix, pero también la piedra que nos rodea, son una luz, porque yo percibo que son buenos y bellos, que existen según sus propias reglas de proporción, que difieren en género y especie del resto de los géneros y especies, que están definidos por sus correspondientes números, que se ajustan a sus respectivos órdenes, que buscan los lugares que les son propios, de acuerdo con sus diferencias de gravedad. Y mejor se me revelan estas cosas cuanto más preciosa es la materia que contemplo, pues, si para remontarme a la sublimidad de la causa, cuya plenitud me es inaccesible, debo partir de la sublimidad del efecto, y si ya el estiércol y el insecto consiguen hablarme de la divina causalidad, ¡cuánto mejor lo harán efectos tan admirables como el oro y el diamante, cuánto mejor brillará en ellos la potencia creadora de Dios! Y entonces, cuando percibo en las piedras esas cosas superiores, mi alma llora conmovida de júbilo, y no por vanidad terrenal o por amor a las riquezas, sino por amor purísimo de la causa primera no causada.

—En verdad ésta es la más dulce de las teologías —dijo Guillermo con perfecta humildad.

Y pensé que estaba utilizando aquella insidiosa figura de pensamiento que los retóricos llaman ironía, y que siempre debe usarse precedida por la pronunciatio, que es su señal y justificación.

Pero Guillermo nunca lo hacía, de modo que el Abad. más propenso a utilizar las figuras del discurso, tomó a Guillermo al pie de la letra, y añadió, ]levado aún por su rapto místico:

—Es la vía más inmediata para entrar en contacto con el Altísimo, teofanía material.

Guillermo tosió educadamente: «Eh... oh...», dijo. Eso hacía cada vez que quería cambiar de tema.

(p. 136)

b) Hipocresía de los benedictinos. El orden social según Platón.

Nunca he acabado de comprender por qué los abades benedictinos habían dado protección y asilo a los franciscanos espirituales, incluso antes de que su propia orden adoptase, hasta cierto punto, sus opiniones. Porque si los espirituales predicaban la renuncia a todos los bienes de este mundo, los abades de mi orden, en cambio, seguían una vía no menos virtuosa pero del todo opuesta, como claramente había podido comprobar aquel mismo día. Pero creo que los abades consideraban que un poder excesivo del papa equivalía a un poder excesivo de los obispos y las ciudades, y mi orden había conservado intacto su poder a través de los siglos precisamente contra el clero secular y los mercaderes de las ciudades, presentándose como mediadora directa entre el cielo y la tierra, y consejera de los soberanos.

Muchas veces había oído yo repetir la frase según la cual el pueblo de Dios se divide en pastores (o sea los clérigos), perros (o sea los guerreros) y ovejas, el pueblo. Pero más tarde he aprendido que esa frase puede repetirse de diferentes maneras. Los benedictinos habían hablado a menudo no de tres sino de dos grandes divisiones, una relacionada con la administración de las cosas terrenales y otra relacionada con la administración de las cosas celestes. En lo referente a las cosas terrenales valía la división entre el clero, los señores laicos y el pueblo, pero por encima de esa tripartición dominaba la presencia del ordo monachorum, vínculo directo entre el pueblo de Dios y el cielo, y los monjes no tenían nada que ver con Ios pastores seculares que eran los curas y los obispos, ignorantes y corruptos, que ahora servían los intereses de las ciudades, donde las ovejas ya no eran Ios buenos y fieles campesinos sino los mercaderes y los artesanos. La orden benedictina no veía mal que el gobierno de los simples estuviese a cargo de los clérigos seculares, siempre y cuando el establecimiento de la regla definitiva de aquella relación incumbiese a los monjes, que estaban en contacto directo con la fuente de todo poder terrenal, el imperio, así como lo estaban con la fuente de todo poder celeste. Y creo que fue por eso que muchos abades benedictinos, para afirmar la dignidad del imperio frente al poder de las ciudades (donde los obispos y los mercaderes se habían unido), estuvieron incluso dispuestos a brindar protección a los franciscanos espirituales, cuyas ideas no compartían, pero cuya presencia les era útil, porque proporcionaban buenos argumentos al imperio en su lucha contra el poder excesivo del papa

(pp. 136-137)

c) Disputas teológicas entre franciscanos y benedictinos.

—¡El evangelio dice que Cristo tenía una bolsa!

—¡Basta de hablar de esa bolsa! ¡La pintáis hasta en los crucifijos! ¿Cómo explicas entonces que cuando Nuestro Señor estaba en Jerusalén, regresaba cada noche a Betania?

—Y si Nuestro Señor quería dormir en Betania, ¿quién eres tú para juzgar su decisión?

— No, viejo cabrón. ¡Nuestro Señor regresaba a Betania porque no tenía dinero para pagarse un albergue en Jerusalén!

—iEl cabrón eres tú, Bonagrazia! ¿Y qué comía Nuestro Señor en Jerusalén?

—¿Acaso dirías que el caballo es propietario de la avena que su amo le da para sobrevivir?

—Mira que estás comparando a Cristo con un caballo...

—No, eres tú quién comparas a Cristo con un prelado simoníaco de tu corte, ¡saco de estiércol!

—¿Sí? ¿Y cuántas veces la santa sede ha tenido que meterse en pleitos para defender vuestros bienes?

—¡Los bienes de la iglesia, no los nuestros! ¡Nosotros sólo los teníamos en uso!

— ¡En uso para coméroslos, para haceros con ellos hermosas iglesias llenas de estatuas de oro! ¡Hipócritas, vehículos de iniquidad, sepulcros blanqueados, sentina de vicios! ¡Sabéis muy bien que la caridad, y no la pobreza, es el principio de la vida perfecta!

—¡Eso lo dijo el glotón de vuestro Tomás!

—¡Ten cuidado, impío! ¡Llamas glotón a un santo de la santa iglesia romana!

—¡Santo de mis sandalias, canonizado por Juan para fastidiar a los franciscanos! ¡Vuestro papa no puede hacer santos, porque es un hereje! ¡Más todavía: es un heresiarca!

—¡Esa cantinela ya la conocemos! Es lo que ha dicho el pelele de Baviera en Sachsenhausen. ¡Y fue vuestro Ubertino quien se lo dictó!

—¡Cuidado con lo que dices, cerdo, hijo de la prostituta de Babilonia y de otras mujerzuelas! ¡Sabes bien que aquel año libertino no estaba con el emperador sino precisamente en Aviñón, al servicio del cardenal Orsin ¿ y que el papa se disponía a enviarlo como embajador a Aragón!

—Lo sé, ¡sé que hacía voto de pobreza en la mesa del cardenal, como ahora lo hace en la abadía más rica de la península! iUbertino! ¿Si tú no estabas, quién sugirió a Ludovico que utilizara tus escritos?

—¿Qué culpa tengo de que Ludovico lea mis escritos? ¡Sin duda, los tuyos no puede leerlos, porque eres analfabeto!

—¿Yo analfabeto? ¿Y qué me dices de las letras de vuestro Francisco, que hablaba con las ocas?

—¡Has blasfemado!

— ¡Eres tú el que blasfema, fraticello del barrilito!

—¡Sabes muy bien que nunca he hecho nada con el barrilito!

—¡ Sí que lo has hecho junto con tus fraticelli cuando te metías en la cama de Chiara da Montefalco!

—¡Que Dios te fulmine! ¡En aquella época yo era inquisidor, y Chiara ya había expirado en olor de santidad!

(pp. 328-329)

9. Judíos

— ¿Por qué a los judíos? —pregunté.

Y Salvatore me respondió:

— ¿Por qué no?

Entonces me explicó que toda la vida habían oído decir a los predicadores que los judíos eran los enemigos de la cristiandad y que acumulaban los bienes que a ellos les eran negados. Yo le pregunté si no eran los señores y los obispos quienes acumulaban esos bienes a través del diezmo, y si por tanto, los pastorcillos no se equivocaban de enemigos. Me respondió que, cuando los verdaderos enemigos son demasiado fuertes, hay que buscarse otros enemigos más débiles. Pensé que por eso los simples reciben tal denominación. Sólo los poderosos saben siemprecon toda claridad cuáles son sus verdaderos enemigos. Los señores no querían que los pastorcillos pusieran en peligro sus bienes, y tuvieron la inmensa suerte de que los jefes de los pastorcillos insinuasen la idea de que muchas de las riquezas estaban en poder de los judíos.
(p. 181)

10. El amor

a) Amor y muerte: éxtasis

¿Por qué, para nombrar el éxtasis de muerte que me había impresionado en el mártir Michele, usaba las palabras a que había recurrido la santa para nombrar el éxtasis (divino) de vida, y por qué sólo podía valerme de esas mismas palabras para nombrar el éxtasis (pecaminoso y efímero) de goce terreno, que en seguida se había convertido también en sentimiento de muerte y aniquilación? Era un muchacho entonces, pero en este momento trato de reflexionar no sólo sobre la forma en que, a pocos meses de distancia, viví dos experiencias igualmente excitantes y dolorosas, sino también sobre la forma en que, aquella noche en la abadía, a pocas horas de distancia, por la memoria y los sentidos, evoqué una y aprehendí la otra, y además sobre la forma en que, hace un momento, al redactar estas líneas, he vuelto a vivirlas, y sobre el hecho de que, las tres veces, su expresión íntima haya consistido en las palabras nacidas de la experiencia distinta de un alma santa que sentía cómo iba aniquilándose en la visión de la divinidad. ¿No habré blasfemado (entonces, ahora)? ¿Qué había de común entre el deseo de muerte de Michele, el rapto que sentí al verlo arder en la hoguera, el deseo de unión carnal que sentí con la muchacha, el místico pudor que me indujo a traducirlo en forma alegórica, y aquel deseo de gozosa aniquilación que incitaba a la santa a morir de su propio amor para vivir más y eternamente? ¿Es posible que cosas tan equívocas se digan de una manera tan unívoca?

(p. 236)

b) Amor: maldición, pecado, supremo bien, milagro...

Ahora sé, como dice el doctor, que el amor puede dañar al amante cuando es excesivo. Y el mío lo era. He intentado explicar lo que sentí entonces, y en modo alguno intento justificar aquellos sentimientos. Estoy hablando de unos ardores culpables que padecí en mi juventud. Eran malos, pero en honor a la verdad debo decir que en aquel momento me parecieron muy buenos. Y que esto sirva de enseñanza para todo aquel que como yo caiga en las redes de la tentación. Hoy, ya viejo, conocería mil formas de escapar a tales seducciones (y me pregunto hasta dónde debo enorgullecerme por ello, puesto que las tentaciones del demonio meridiano ya no pueden alcanzarme, pero sí otras, de modo que ahora me pregunto si lo que estoy haciendo en este momento no será entregarme pecaminosamente a la pasión terrenal de evocar el pasado, estúpido intento de escapar al flujo del tiempo, y a la muerte).
(p. 266-267)

c) Amor: camino hacia Dios.

Pensé que el mundo era bueno, y maravilloso, que la bondad de Dios se manifiesta también a través de las bestias más horribles, como explica Honorio Augustoduniense. Es verdad que hay serpientes tan grandes que devoran ciervos y atraviesan los océanos, y que existe la bestia cenocroca, con cuerpo de asno, cuernos de íbice, pecho y fauces de león, pie de caballo, pero hendido como el del buey, con un tajo en la boca, que llega hasta las orejas, la voz casi humana y un solo hueso, muy sólido, en lugar de dientes. Y existe la bestia manticora, con rostro de hombre, tres filas de dientes, cuerpo de león, cola de escorpión, ojos glaucos, la piel del color de la sangre y la voz parecida al silbido de las serpientes, monstruo ávido de carne humana. Y hay monstruos de pies con ocho dedos, morro de lobo, uñas ganchudas, piel de oveja y ladrido de perro, que al envejecer no se vuelven blancos sino negros, y que viven muchos más años que nosotros. Y hay criaturas con ojos en los hombros y dos agujeros en el pecho que hacen las veces de nariz, porque no tienen cabeza, y otras que viven a las orillas del río Ganges, y se alimentan sólo del olor de cierta clase de manzana, y, cuando están lejos de ella, mueren. Pero incluso todas estas bestias inmundas cantan en su diversidad la gloria del Creador y su sabiduría, al igual que el perro, el buey, la oveja, el cordero y el lince. Qué grande es, dije entonces para mí, repitiendo las palabras de Vincenzo Belovacense, la más humilde belleza de este mundo, y con qué agrado el ojo de la razón considera atentamente no sólo los modos, los números y los órdenes de las cosas, dispuestas con tanta armonía por todo el ámbito del universo, sino también el curso de las épocas, que sin cesar van pasando a través de sucesiones y caídas, signadas por la muerte, como todo lo que ha nacido. Como pecador que soy, cuya alma pronto ha de abandonar esta prisión de la carne, confieso que en aquel momento me sentí arrebatado por un impulso de espiritual ternura hacia el Creador y la regla que gobierna este mundo, y colmado de respetuoso júbilo admiré la grandeza y el equilibrio de la creación.
(p. 268)

d) Amor: enfermedad

Así leí emocionado las páginas donde Ibn Hazm define el amor como una enfermedad rebelde, que sólo con el amor se cura, una enfermedad de la que el paciente no quiere curar, de la que el enfermo no desea recuperarse (iy Dios sabe hasta dónde es así!). Comprendí por qué aquella mañana me había excitado tanto todo lo que veía, pues, al parecer, el amor entra por los ojos, como dice, entre otros, Basilio de Ancira, y quien padece dicho mal demuestra —síntoma inconfundible— un júbilo excesivo, y al mismo tiempo desea apartarse y prefiere la soledad (como yo aquella mañana), a lo que se suma un intenso desasosiego y una confusión que impide articular palabra... Me estremecí al leer que, cuando se le impide contemplar el objeto amado, el amante sincero cae necesariamente en un estado de abatimiento que a menudo lo obliga a guardar cama, y a veces el mal ataca al cerebro, y entonces el amante enloquece y delira (era evidente que yo aún no había llegado a esa situación, porque me había desempeñado bastante bien cuando exploramos la biblioteca). Pero leí con aprensión que, si el mal se agrava, puede resultar fatal, y me pregunté si la alegría de pensar en la muchacha compensaba aquel sacrificio supremo del cuerpo, al margen de cualquier justa consideración sobre la salud del alma. (...)

(pp. 308)

e) Amor: demonio.

— La miras porque es bella. Es bella, ¿verdad? —me preguntó enardecido y cogiéndome con fuerza del brazo—. Si la miras porque es bella, y su belleza te perturba (sé que estás perturbado porque te atrae aún más debido al pecado del que se le acusa), si la miras y sientes deseo, entonces, por eso mismo, es una bruja. Vigila hija mío... La belleza del cuerpo sólo existe en la piel . Si Ios hombres viesen lo que hay debajo de la piel, como sucede en el caso del lince de Beocia, se estremecerían de horror al contemplar a la mujer. Toda esa gracia consiste en mucosidades y en sangre, en humores y en bilis. Si pensases en lo que se esconde en la nariz, en la garganta y en el vientre, sólo encontrarías suciedad. Y si te repugna tocar el moco o el estiércol con la punta del dedo, ¿cómo podrías querer estrechar entre tus brazos el saco que contiene todo ese excremento?

Estuve a punto de vomitar. No quería seguir escuchando aquellas palabras. Acudió en mi ayuda Guillermo, que había estado oyendo.

(p. 315 )

f) Amor: lujuria.

— Bencio —me dijo luego Guillermo— es víctima de una gran lujuria, que no es la de Berengario ni la del cillerero, sino la de muchos estudiosos, la lujuria del saber. Del saber por sí mismo. Se encontraba excluido de una parte de ese saber, y deseaba apoderarse de ella. Ahora lo ha hecho. Malaquías sabía con quién trataba, y se valió del recurso más idóneo para recuperar el libro y sellar los labios de Bencio. Me preguntarás de qué sirve dominar toda esa reserva de saber si se acata la regla que impide ponerlo a disposición de todos los demás. Pero por eso he hablado de lujuria. No era lujuria la sed de conocimiento que sentía Roger Bacon, pues quería utilizar la ciencia para hacer más feliz al pueblo de Dios y, por tanto, no buscaba el saber por el saber. En cambio, la curiosidad de Bencio es insaciable, es orgullo del intelecto, un medio come cualquiera de los otros de que dispone un monje para transformar y calmar los deseos de su carne, o el ardor que lleva a otros a convertirse en guerreros de la fe, o de la herejía. No sólo es lujuria la de la carne. También lo es la de Bernardo Gui: perversa lujuria de justicia, que se identifica con la lujuria del poder. Es lujuria de riqueza la de nuestro santo y ya no romano pontífice. Era lujuria de testimonio, de transformación, de penitencia y de muerte la del cillerero en su juventud. Y es lujuria de libros la de Bencio. Como todas las lujurias, como la de Onán, que derramaba su semen en la tierra, es lujuria estéril, y nada tiene que ver con el amor, ni siquiera con el amor carnal...

—Lo sé —murmuré sin querer.

Guillermo fingió no haber escuchado. Pero, como continuando con lo que iba diciendo, añadió:

—El amor bueno quiere el bien del amado.

—¿Acaso Bencio no querrá el bien de sus libros (pues ahora también son suyos) y no pensará que su bien consiste precisamente en permanecer lejos de manos rapaces? —pregunté.

—El bien de un libro consiste en ser leído. Un libro está hecho de signos que hablan de otros signos, que, a su vez, hablan de las cosas. Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos. Y por tanto, es mudo. Quizás esta biblioteca haya nacido para salvar los libros que contiene, pero ahora vive para mantenerlos sepultados. Por eso se ha convertido en pábulo de impiedad. El cillerero ha dicho que traicionó. Lo mismo ha hecho Bencio. Ha traicionado. iOh, querido Adso, qué día más feo! ¡Lleno de sangre y destrucción! Por hoy tengo bastante. Vayamos también nosotros a completas, y después a dormir.
(p. 374)


11. El orden del mundo, la existencia de Dios

a) Dudas sobre el orden del mundo.

—Los locos y los niños siempre dicen la verdad, Adso. Quizá sea porque como consejero imperial mi amigo Marsilio es mejor que yo, pero como inquisidor valgo más yo. Incluso más que Bernardo, y que Dios me perdone. Porque a Bernardo no le interesa descubrir a los culpables, sino quemar a los acusados. A mí, en cambio, lo que más placer me proporciona es desenredar una madeja bien intrincada. O tal vez sea también porque en un momento en que, como filósofo, dudo de que el mundo tenga algún orden, me consuela descubrir, si no un orden, al menos una serie de relaciones en pequeñas parcelas del conjunto de los hechos que suceden en el mundo. Además, es probable que exista otra razón: el hecho de que en esta historia se jueguen cosas más grandes y más importantes que la lucha entre Juan y Ludovico...

(p. 373)

b) Dudas sobre el orden del mundo. Occam. Wittgenstein. No existencia de Dios.

— Nunca he dudado de la verdad de los signos, Adso, son lo único que tiene el hombre para orientarse en el mundo. Lo que no comprendí fue la relación entre los signos. He llegado hasta Jorge siguiendo un plan apocalíptico que parecía gobernar todos los crímenes y sin embargo era casual. He llegado hasta Jorge buscando un autor de todos los crímenes, y resultó que detrás de cada crimen había un autor diferente, o bien ninguno. He llegado hasta Jorge persiguiendo el plan de una mente perversa y razonadora, y no existía plan alguno, o mejor dicho, al propio Jorge se le fue de las manos su plan inicial y después empezó una cadena de causas, de causas concomitantes, y de causas contradictorias entre sí, que procedieron por su cuenta, creando relaciones que ya no dependían de ningún plan. ¿Dónde está mi ciencia? He sido un testarudo, he perseguido un simulacro de orden, cuando debía saber muy bien que no existe orden en el universo.

—Pero, sin embargo, imaginando órdenes falsos habéis encontrado algo...

— Gracias, Adso, has dicho algo muy bello. El orden que imagina nuestra mente es como una red, o una escalera, que se construye para llegar hasta algo. Pero después hay que arrojar la escalera, porque se descubre que, aunque haya servido, carecía de sentido. Er muoz gelichesame die Leiter abewerfen, so Er an ir ufgestigen ist... ¿Se dice así?

—Así suena en mi lengua. ¿Quién lo ha dicho?

—Un místico de tu tierra. Lo escribió en alguna parte, ya no recuerdo dónde. Y tampoco es necesario que alguien encuentre alguna vez su manuscrito. Las únicas verdades que sirven son instrumentos que luego hay que tirar.

—No podéis reprocharos nada, habéis hecho todo lo que podíais.

— Todo lo que puede hacer un hombre, que no es mucho. Es difícil aceptar la idea de que no puede existir un orden en el universo, porque ofendería la libre voluntad de Dios y su omnipotencia. Así, la libertad de Dios es nuestra condena, o al menos la condena de nuestra soberbia.

Por primera y última vez en mi vida me atreví a extraer una conclusión teológica:

—¿Pero cómo puede existir un ser necesario totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta omnipotencia de Dios y su absoluta disponibilidad respecto de sus propias opciones, ¿no equivale a demostrar que Dios no existe?

Guillermo me miró sin que sus facciones expresaran el más mínimo sentimiento, y dijo:

—¿Cómo podría un sabio seguir comunicando su saber si respondiese afirmativamente a tu pregunta?

No entendí el sentido de sus palabras:

—¿Queréis decir —pregunté— que ya no habría saber posible y comunicable si faltase el criterio mismo de verdad, o bien que ya no podríais comunicar lo que sabéis porque los otros no os lo permitirían?

(pp. 464-465)

12. El mal


— Eres el diablo —dijo entonces Guillermo.

Jorge pareció no entender. Si no hubiese sido ciego, diría que clavó en su interlocutor una mirada atónita.

— ¿Yo? —dijo.

— Sí, te han mentido. El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede. Eres el diablo, y como el diablo vives en las tinieblas. Si querías convencerme, no lo has logrado. Te odio, Jorge, y si pudiese te sacaría a la explanada y te pasearía desnudo. Te metería plumas de gallina en el agujero del culo y te pintaría la cara como la de un juglar o un bufón, para que todos en el monasterio pudieran reírse de ti y ya no tuviesen miedo. Me gustaría rociarte de miel y revolcarte después en las plumas, ponerte riendas y llevarte por las ferias, para decir a todos: Este os anunciaba la verdad y os decía que la verdad sabe a muerte, y os convencía menos con sus palabras, que con su lóbrego aspecto. Y ahora os digo que Dios, en el infinito torbellino de las posibilidades, os permite también imaginar un mundo en el que este supuesto intérprete de la verdad sólo sea un pajarraco tonto que va repitiendo lo que aprendió hace mucho tiempo.

—Tú eres peor que el diablo, franciscano —dijo entonces Jorge—. Eres un juglar, como el santo que os ha parido. Eres como tu Francisco, que de toto corpore fecerat linguam, que pronunciaba sermones dando espectáculos como Ios saltimbanquis, que confundía al avaro dándole monedas de oro, que humillaba la devoción de las hermanas recitando el Miserere en vez de pronunciar el sermón, que mendigaba en francés, y con un trozo de madera imitaba a un violinista, que se disfrazaba de vagabundo para confundir a los frailes glotones, que se echaba desnudo sobre la nieve, que hablaba con los animales y las plantas, que transformaba el propio misterio de la Navidad en espectáculo de aldea, que invocaba al cordero de Belén imitando el balido de la oveja... ¡Buena escuela!... ¿No era franciscano aquel Fraile Diostesalve de Florencia?

(p. 450)

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